El país se está deslizando gradualmente hacia una reforma constitucional que tendrá serias implicaciones institucionales: la segunda reelección del presidente Álvaro Uribe. En los próximos días, la Comisión de Conciliación del Senado y la Cámara llegará a un acuerdo sobre la modificación del texto original del referendo y con esto quedará el camino abierto para un tercer período del actual Presidente. Que esto sea casi un hecho cumplido nos obliga a analizar las consecuencias que tendrá esta medida.
La segunda reelección es mucho más grave que la primera. La anterior, a pesar de la controversia que suscitó, tenía cierta justificación política e institucional. Por un lado, se estaban obteniendo grandes avances en la guerra contra la subversión que ameritaban continuidad. Por otro, existía un consenso de que un período único de cuatro años era un plazo demasiado corto para culminar una obra de gobierno. Esta combinación de factores, jalonados por la popularidad de Álvaro Uribe, hizo posible que se rompiera el tabú que había existido en Colombia durante el siglo XX sobre los peligros de la reelección inmediata.
Una vez aprobada la reforma, Colombia quedó con un período presidencial de cuatro años con la posibilidad de una reelección para cuatro años adicionales. Esta fórmula, con sus virtudes y sus defectos, parece haber sido aceptada por el grueso de la opinión pública como un resultado de la evolución política del país, que lo deja a la par de algunas democracias anglosajonas.
La segunda reelección no tendrá ninguna de estas características. Las victorias militares contra la guerrilla se han venido consolidando y el gobierno de Álvaro Uribe no sólo llevó al conflicto armado a un punto de quiebre, sino que sentó las bases para que el proceso pueda llegar a una culminación en los próximos años. En contra de las visiones apocalípticas, varios de los aspirantes a reemplazar a Uribe tienen el talante y la capacidad para llevar a cabo esa misión. Y los que creen en fórmulas diferentes de ponerle un fin a la guerra se las presentarán al electorado para que sea este al que decida.
Así como había un consenso de que un gobierno de cuatro años era demasiado corto, también hay uno de que un período de 12 años es demasiado largo. El sistema de pesos y contrapesos para evitar arbitrariedades por parte de los mandatarios se constituyó en Colombia con base en un periodo presidencial de cuatro años. En el gobierno de la seguridad democrática esa estantería institucional se vino abajo y en la actualidad en el país sólo hay un poder: el ejecutivo. Un tercer gobierno consecutivo de Uribe sólo agravará el problema de la erosión que ha sufrido en estos siete años la separación de poderes, que es uno de los pilares fundamentales de cualquier democracia.
Los argumentos que se esgrimen a favor de la segunda reelección del Presidente son básicamente tres. 1) Que su candidatura es indispensable para mantener la gobernabilidad política del país y culminar su obra, porque, de lo contrario, se le desalinean sus tropas. 2) Que un tercer período es necesario para evitar que sus enemigos lo lleven ante algún tribunal nacional o internacional de justicia por supuestas violaciones de los derechos humanos, como le sucedió a Fujimori, 3) Que quiere ganar el referendo no para lanzarse a la reelección, sino para demostrarles a sus enemigos que fue por voluntad propia, y no de ellos, que no presentó su nombre.
Los tres argumentos carecen de validez. El de la gobernabilidad porque precisamente la razón por la cual está prácticamente paralizada la agenda legislativa y hay una incertidumbre política en el país es por la obsesión con el tema de la reelección. Por otra parte, tampoco habría mucha gobernabilidad en un tercer período de Uribe, pues el número de callos que ha pisado y de peleas que ha casado harían que desde el 7 de agosto de 2010 el país estuviera intensamente polarizado.
El segundo argumento, el de evitar los tribunales de justicia, tampoco tiene mucho fundamento. Advirtiendo que los dos casos no son comparables, basta decir que casi todos los observadores políticos coinciden en que Fujimori no estaría en la cárcel en la actualidad si no hubiera buscado su segunda reelección. La imagen de autócrata y la concentración de poder que produjo ese tercer período fueron parte clave de los elementos que desembocaron en su caída. Además, si bien durante el gobierno de Álvaro Uribe han tenido lugar excesos y aberraciones en materia de derechos humanos, no se le pueden atribuir en forma directa al Presidente de la República.
El último argumento es el más absurdo. La teoría detrás de este es que el Presidente quiere ganar el referendo no para presentarse después a la reelección, sino como un acto de vanidad política. De ser verdad esto, sería una irresponsabilidad histórica haber paralizado el país durante dos años para concentrar todas las energías nacionales en un referendo cuyo único propósito sería el de sacarse un clavo con sus adversarios.
Descartados los anteriores argumentos, el único factor razonable para justificar el tercer período es la popularidad del Presidente. Esta es innegable y probablemente merecida. Pero en los países políticamente desarrollados no se reforman las Constituciones en materia electoral por los resultados de las encuestas, y menos aun cuando el beneficiario de la reforma es el presidente de turno. Álvaro Uribe probablemente tiene como justificación el hecho de que sus homólogos contemporáneos, como Hugo Chávez, Rafael Correa y Evo Morales, están reformando sus respectivas Constituciones para durar más de una década en el poder. Pero estos son experimentos caudillistas inspirados en supuestas revoluciones socialistas o bolivarianas que no son precisamente ejemplos a seguir. Distinto al ejemplo de Lula quien, a pesar de su popularidad, ha dicho que no quiere cambiar las reglas del juego para perpetuarse en el poder.
La clase dirigente colombiana siempre se ha preciado de su tradición democrática y de no haber transitado el camino del populismo ni del caudillismo que recorrió América Latina durante el siglo pasado. En el país hay un establecimiento que defiende con convicción sus instituciones. Este ha sido en su gran mayoría uribista y considera que la obra de gobierno de los últimos ocho años ha transformado el país. El presidente Uribe desvirtuó el axioma de que ni el Ejército podía derrotar militarmente a la guerrilla, ni la guerrilla al Ejército. Hoy existe la percepción general de que el Estado está ganando la guerra.
Ese establecimiento uribista reconoce la dimensión histórica de este logro, pero en su gran mayoría considera que un tercer período presidencial es inconveniente. Todos los intelectuales y prácticamente todos los líderes de opinión están en contra; muchos empresarios que antes eran furibistas, ahora son tibios; La Iglesia Católica, por su parte, se ha pronunciado negativamente; el gobierno de Obama ha expresado abiertamente sus reservas. Y esto para no mencionar la oposición de la esposa del Presidente y de sus hijos.
Lo anterior no significa que el Presidente no cuente con apoyo popular. El respaldo del pueblo le permitiría probablemente un triunfo, pero difícilmente ya en primera vuelta. Las encuestas de Invamer Gallup demuestran que la imagen del Presidente ha perdido 17 puntos desde la Operación Jaque. Otros sondeos indican que mayorías electorales que bordeaban el 60 por ciento ahora están por debajo del 50. Con la recesión y el aumento del desempleo que se prevé para el final de este año es probable que esta cifra pueda disminuir aun más.
No deja de sorprender que el Presidente se le mida a una segunda reelección en esas circunstancias Para comenzar, el referendo desde su inicio tiene problemas de legitimidad. Enfrentará obstáculos en la Comisión de Conciliación, en el Consejo Nacional Electoral, en la Corte Constitucional y en las urnas. A esto se suma una serie de pequeñeces promovidas por el gobierno que para sus críticos son trucos de la aplanadora oficial para asegurar la reelección. En esta categoría están el intento fallido de cambiar el Registrador; la modificación de los textos de los referendos y la estrategia de unirlos en una sola fecha para que la gente salga a votar. No está probado que la razón de esas iniciativas sea la reelección del Presidente, pero un halo de preocupante sospecha ronda sus verdaderas intenciones.
Hacer malabarismos para perpetuarse en el poder es algo ajeno al talante del país y al del propio Presidente. Llama la atención que una persona de la dignidad, la inteligencia y la envergadura política de Álvaro Uribe se embarque en peligrosas aventuras caudillistas de esa naturaleza. La mayor prueba de que el tercer período de Uribe sería una reforma estrictamente personalista es que no existe un solo jurista o dirigente político en el país que no tenga la absoluta seguridad de que tan pronto el actual Presidente se retire del poder después de 12 años, se presentaría una contrarreforma para corregir ese exabrupto constitucional.
El argumento del Presidente para prolongar su mandato es que se necesita garantizar la continuidad de sus políticas para culminar su obra. Esto puede ser verdad, pero este gobierno al fin y al cabo no llega a su fin la semana entrante, sino el 7 de agosto del año 2010. Eso significa que faltan casi 16 meses. En ese plazo se pueden hacer muchas cosas.
Es evidente que la obsesión del presidente Álvaro Uribe es sacar adelante el país y evitar lo que él considera una hecatombe. Pero está olvidando que lo que saca realmente adelante a las naciones no son ni el ímpetu ni la buena voluntad de sus líderes, sino la fortaleza de sus instituciones.
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